Capítulo 2.-
(Esta historia, hasta donde seamos capaces de escribirla, queremos dedicársela a Bernardo Ríos, coordinador del Proyecto lector del IES Maimónides, con mucho cariño)
Hasta que Luis, mi querido y estimado Luis Marín nos echó la bronca, fuimos los únicos albañiles de nuestra casa, o más bien de nuestro proyecto de casa. Yo disfrutaba enseñándosela a todo el mundo, a pesar de estar vieja, oscura y sucia. ¡Me encantaba mirarla! y pensaba que todo el mundo vería en ella lo mismo que yo. Mi madre estaba desolada, mis amigos pensaban que se nos había ido la cabeza, tan solo mi hermana la disfrutaba como yo. Traía a sus conocidos diciéndoles la maravilla de casa que nos habíamos comprado y la gente creía morirse cuando la veían. No sabían que cara poner ni que decir. Sinceramente me daba exactamente igual, era la mujer más feliz de la tierra, al igual que Pedro.
Nos encantaba que llegara el fin de semana para trabajar todo el día en nuestra casa, queríamos limpiarle un poco la cara, y mudarnos ¡Pobres ilusos! Por aquel entonces no sabíamos que la obra sería mucho mayor.
Trabajábamos sin descanso, con la radio a toda pastilla y cantando; sucios, con los pelos blancos del polvo, pero felices y contentos.
Nuestra primera faena como albañiles fue picar todos los azulejos blancos que tapaban las paredes del patio y del interior de la casa y que llegaban prácticamente hasta la planta de arriba. Conforme lo hacíamos fuimos descubriendo que las paredes no eran de cemento, si no de ladrillo antiguo. ¡No dábamos crédito a nuestros ojos! A mediodía nos comíamos un bocadillo de tortilla sentados en la vieja escalera del patio, con una sonrisa de oreja a oreja. Picábamos y enlucíamos. ¡Ya se había encargado la preguntona de la casa, que era por supuesto yo, de preguntarle a todo albañil que encontraba como se hacía eso de enlucir! Pedro decía que era un poco absurdo eso de picar una pared y enlucirla, en lugar de picarlas todas y después hacerlo, pero es que ¿ cómo si no me iba a ilusionar para poder seguir? El ver aunque solo fuera una pared arreglada me daba ánimos. Yo fui la que enlucí los arcos. ¡Estaba entusiasmada con mi trabajo!
Tiramos miles de escombros. Recuerdo pasarme noches enteras gritando mientras dormía ¡Cómo me duelen las manos! Un día al picar una de las paredes un trozo de azulejo se me clavó en la barbilla haciéndome un pequeño agujero que se me abría al hablar. ¡Cómo nos reímos, mi hermana y yo con ello! Eso de reírnos de nuestras pequeñas desgracias era algo que habíamos aprendido en nuestra casa de pequeñas. Allí siempre hacíamos risa de todo. En cuanto nos alejábamos un poco de los problemas, nos revolcábamos de risa al recordarlos.
Por aquel entonces una pequeña criatura entró en nuestras vidas. Se trataba de un pequeño gato gris azulado, al que Selene puso de nombre Azul. Entre otras cosas porque nuestra casa solo tendría 3 colores, el blanco de la cal, el azul o añil de las macetas y el color tierra del ladrillo; por supuesto después muchas muchas flores. A Azul, lo encontramos en una pajarería, un día que Selene y yo pasamos. Ella tendría unos 6 años, me dijo que porqué no se lo compraba. Yo para contentarla le dije que preguntara el precio y cuando tuviésemos dinero lo compraríamos. Lo que sucedió después, como no, fue que el gato lo regalaban con lo cual no hubo excusa posible. Era precioso y fue el primer habitante de la casa, como también fue el primero en catar el trasto de lavadora que descubrimos en una de las habitaciones, y que para probar su funcionamiento enchufamos, sin percatarnos que nuestro pequeño inquilino se había introducido en ella. Al abril la portezuela e ir a sacar lo que creíamos un trapo salió azul dando bandazos al igual que yo que no paré de gritar y correr en un rato.
Durante este tiempo la casa, fue nuestro sitio de trabajo, de ilusión, el lugar donde íbamos a mirar las estrellas, el sitio donde convertíamos en magia los sueños de Selene. En época de reyes hacíamos en ella caminos de pétalos de rosas y brillantina que llegaban hasta sus juguetes. También era el lugar donde comenzábamos a guardar nuestras cosas. Tuvimos hasta nuestro primer robo, acabábamos de comprar toda una equipación para irnos de camping, incluido un sillón inflable precioso para la niña que dejamos en nuestra querida casa, además de nuestras tres bicicletas, y al llegar por la mañana nos encontramos el sitio, con una firma asquerosa de uno de los ladronzuelos. Hay que decir, que como todo lo que nos pasa, el hermano de Pedro no sé cómo, porque yo no la habría reconocido en la vida, nos llamó y nos dijo que si alguien le había quitado la bici a Pedro, que había visto a un chaval montado en ella. Así que a los pocos días recuperamos todo, salvo el pequeño sillón de 10 €. Ni que decir tiene que todo fue solucionado amistosamente.
Otra cosa curiosa, además de unos muros de un metro de anchura, fue encontrarnos unas mandíbulas, o más bien que Pedro las encontrara en una de las paredes. Él las había dejado encima de uno de los huecos de la ventana. Yo me iba a morir cuando las vi. Estaba aterrada, ya me olía que allí podía haber alguien enterrado entre sus paredes. Pues no, como luego me explicó el hombre racional de la casa, que era Pedro, no tenía nada que ver con lo que yo ya me había montado en mi cabeza, se trataba de unas mandíbulas de vaca. Los muros estaban hechos de tierra que cogían del suelo y en ella se podían encontrar multitud de cosas.
Creo que solo falté tres días a mi cita con la casa. Tres días horribles, en los que el mundo se me hundió. Habíamos tirado ya para mí, millones de escombros. El tema era como sigue, con una pala los recogíamos, los metíamos en unos sacos que amontonábamos en una pared, y cuando Pedro llegaba con el camión, los subíamos a él y los llevábamos a los puntos verdes. Todo eso él y yo. Esto lo hicimos miles de veces. Llegó un momento en que creí que el suplicio de los escombros iría a menos, justo cuando ya habían entrado en juego el constructor y su cuadrilla de albañiles. Una tarde al llegar a la casa la montaña llegaba hasta el techo. Un techo que estaba a tres metros de altura. ¡Nunca había visto nada igual, después de haber tirado ya un sin fin de escombros!!! Me puse tan mal que me fui a mi piso desesperada. ¡Esto nunca tendría fin! Fue entonces cuando estuve tres días sin volver. Una noche cuando Pedro regresó, me dijo que fuera. Cuando lo hice la gran montaña se había transformado en una pequeña. No podía creer que eso lo hubiese hecho él solo, durante tres tardes y después de trabajar. El caso es que ahora sí fue todo a menos. Los albañiles hacían y deshacían y nosotros los peones, que éramos Pedro y yo, tirábamos los 10 o 15 sacos de escombros que salían. Ellos decían que era la mejor obra que habían hecho en su vida, que cuando se iban estaba todo lleno de escombros y cuando volvían al día siguiente no había ni uno. En esta época ya estaba embarazada del niño. Embarazada piqué paredes y tiré escombros. Embarazada venían mis primas y amigas y me encontraban trabajando con la pala, haciendo cemento, vestida de albañil. Supongo que asombradas y asustadas a la vez de nuestra locura. Durante estos días vivíamos en nuestro piso, se lo habíamos vendido a mi hermano y su mujer y nos dejaron seguir allí un tiempo mientras arreglábamos la parte de arriba de la casa. En agosto nos fuimos a una casa de campo con el resto de mi familia. Bajábamos para pintar. Ahí estaba ya de cinco meses, y tuve una ciática. Me mandaron reposo absoluto. Solo pude llevarlo a cabo cuatro días, porque al quinto además de encontrarme fatal me subía por las paredes. Así que decidí volver a mi casa y acabar de pintar. Yo creo que esto me curó, porque me desaparecieron los dolores. Al finalizar el mes nos fuimos ya a vivir allí, aunque aún no teníamos ventanas. Mientras Pedro las hacía comenzaron las lluvias y con ello mi segundo suplicio, ya que él puso unos plásticos en las ventanas para que no nos entrara la lluvia, y a mí me entro un ataque de llanto horrible. ¡Sólo nos quedaba taparnos con cartones! Me imaginaba una cara pegada a los plásticos. Me sentía supertriste. Era como una película de terror, viviendo en la parte trasera y superior de una casa a la que se accedía por una puerta viejísima, atravesando un patio, lleno de escombros, y un salón sin luz ni ventanas, totalmente en obra y cuya parte de afuera estaba en ruinas. En la única parte donde había luz era en la parte que habitábamos. Aquí comienza nuestra adaptación a la casa.
Que hermoso relato, cómo has sabido mostrarnos los detalles de una obra que a mi parecer, está llena de infinito amor. No me cansaré de admirarles porque más que levantar una casa, formaron junto a sus paredes, puertas y ventanas, UNA FAMILIA. Siento orgullo de saberme en la lista de tus amistades.Siento que vale la pena haberles conocido a pesar de la distancia que nos separa.
ResponderEliminarLas limitaciones de acceso a Internet en mi país Cuba, hacia donde retorno luego de 15 meses, me privaran de leerte, así que quiero agradecerte el inmenso placer que me produjeron las lecturas de tus letras. Si alguna vez estas limitaciones, dadas por la voluntad expresa del gobierno norteamericano me lo permiten, no dudes que volveré con gusto a navegar por tu espacio.
ResponderEliminarUn abrazo, Mila Roldán de Cuenta que te cuento.
Me gustó.
ResponderEliminarEso.
Saludos